El lector Borges, escribió:

"Que otros se jacten de las páginas que han escrito
a mí me enorgullecen las que he leído". (Borges, claro).

Un artículo sobre la vida y la muerte de Lorca

Lorca, la vida y la muerte

«Qué miedo debió de pasar Federico la noche que lo mataron», decía Alberti con la resignación de lo inevitable. «Él que ni siquiera se atrevía a cruzar la Gran Vía si no era del brazo de alguien». Siempre tuvo, Federico, un temor reverencial, supersticioso a la muerte. Temía morir ahogado, atropellado, despeñado, apuñalado, desangrado, enfermo y desahuciado. Temía la muerte fatal e irreversible, la putrefacción y la nada. De ahí que intentara conjurarla con la macabra ceremonia de representar su propio velatorio. Se tumbaba en la cama con su mejor traje: los ojos cerrados, las manos de dedos largos, blancas como las de un médico, sobre el pecho, y describía con todo lujo de detalles el ataúd; el entierro, a hombros de sus allegados, por las calles llenas de baches de Granada, las lágrimas de sus deudos, el luto de sus compañeros, vecinos, admiradores, la congoja de los curiosos... Hay un cuadro de su amigo Dalí, Natura Morta, que representa a Federico posando como un cadáver, y unas fotos de una de estas sesiones mortuorias que le hizo la hermana del pintor, Anna María, y que nunca quiso hacer públicas tras la muerte, la verdadera y trágica muerte del poeta.
Después se levantaba de repente, como un aparecido, y se reía a carcajadas, los dientes blanquísimos, los ojos tristísimos velados de lo que sus amigos llamaban «intermitencias lánguidas». Esos momentos en que se ausentaba, se quedaba sin habla y sin música: la mirada vidriosa, perdida y triste.
La otra cara del poeta era la de los recitales, las canciones, el piano. Nadie, ni siquiera sus enemigos declarados, eran inmunes al embrujo de Lorca inclinado sobre el teclado, con un mechón de pelo caído sobre la frente despejada. Entonces no hacía ni frío ni calor, hacía solamente Federico. El de La Barraca y las Misiones Pedagógicas, el amigo de Neruda, Buñuel y Prados, el Federico del viaje a Nueva York y a La Habana, el autor de éxito que saludaba desde la corbata de los escenarios de medio mundo, recogiendo aplausos y ramos de flores.
La tarde del 12 de julio de 1936 dejó en las oficinas de Cruz y Raya, la editorial que dirigía su amigo Bergamín, el manuscrito de Poeta en Nueva York, y una nota: «Querido Pepe, he estado a verte y creo que volveré mañana». Nunca lo hizo, la noche del 13 de julio estaba invitado a una cena a la que no acudió. El resto de los comensales, entre los que se encontraba Luis Cernuda, estuvieron esperándolo hasta que alguien llegó anunciando que acababa de dejarlo en el tren, camino de Granada. Un mes más tarde, el 16 de agosto, fue detenido. Después, no se sabe con exactitud si la madrugada del día 18 ó 19, fue conducido a un lugar en los alrededores de Víznar y, junto a un maestro de escuela y dos banderilleros, fusilado, sin ataúd ni cortejo fúnebre, como él imaginaba. Nunca se han conocido las circunstancias, ni qué miedos le asaltaron. Tenía 38 años, y la mirada triste.
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